La ventana
Hoy volví a pasar por esa esquina. Esa que está tan solo a un par de cuadras de mi casa.
A simple vista parecería que no tiene nada de especial. Nada que la distinga de las otras miles de esquinas que hay en el barrio, salvo por que allí, en esa precisa esquina, hay una casa. Y no es que esa casa sea especial tampoco, pero hay algo en ella que siempre llama la atención, cada vez que uno pasa por ahí. Y eso que es tan llamativo y tan precioso es un árbol.
Un árbol de hojas cada vez más verdes y esas frutitas chiquitas y rojas que nunca sé como se llaman, pero que me gustan tanto.
Uno podrá pensar que un árbol en el patio de una casa, es algo totalmente normal. Y yo coincidiría, si no fuera por lo que descubrí después de pasar por ahí y observar atentamente durante mucho tiempo.
Ahí detrás, justo detrás del árbol de frutas rojas, con ese olor a verano que siempre tiene el jardín recién regado, descubrí una ventana.
Una ventana siempre abierta, incluso los peores días de crudo invierno.
Pasaba siempre, todos los días... y cada día que pasaba me intrigaba más saber a quien le pertenecía aquello que para mi era mágico y atractivo: una ventana escondida por un árbol con olor a verano.
Me generaba una mezcla de intriga y ansiedad por un lado, y de misterio por el otro, donde uno no sabe si lo que quiere es enterarse de todo, o imaginarse lo que a uno le viene en gana por un rato mas de tiempo.
De cualquier modo, un día ganó la curiosidad (como creo que siempre ocurre en estos casos) y decidí pararme a esperar (vaya uno a saber qué cosa) durante unas cuantas horas en la vereda de enfrente.
La ventana...
Lamentablemente, por mucho que duró mi espera, no pasó nada... nada de nada absolutamente.
La vereda seguía vacía... la ventana seguía abierta... el árbol seguía manteniendo en silencio el secreto que tan bien se empeñaba en esconder.
Bien, a partir de ese momento pasé por ahí todos los días.
Todos y cada uno de los días era la misma escena. Caminar rápido todas las cuadras que separaban mi casa de esa esquina. Llegar, y pasar caminando todo lo despacio que permitieran mis piernas (sin detenerse) para poder prolongar ese momento frente a la ventana lo mas posible.
Un día, te vi.
En un principio confieso que me asusté, y un poco me sentí invadida.
Parecerá extraño pero hasta ese momento, yo sentía que esa ventana cubierta por las hojas de ese árbol me pertenecían, eran solamente míos.
De cualquier manera esa sensación desapareció. Porque después te vi. Te vi bien... claro. Y entonces pensé que no me importaba compartir todas esas cosas (tus cosas) con vos.
Nunca te hablé, jamás te pregunté si te molestaba que una vez por día, a cualquier hora, pasara por tu ventana y me sentara en la vereda de enfrente durante horas a mirarte la vida.
Nunca mantuvimos más contacto que un guiño cómplice y una mirada sutil durante unos minutos. Nunca mas que eso... y sin embargo, todo.
A simple vista parecería que no tiene nada de especial. Nada que la distinga de las otras miles de esquinas que hay en el barrio, salvo por que allí, en esa precisa esquina, hay una casa. Y no es que esa casa sea especial tampoco, pero hay algo en ella que siempre llama la atención, cada vez que uno pasa por ahí. Y eso que es tan llamativo y tan precioso es un árbol.
Un árbol de hojas cada vez más verdes y esas frutitas chiquitas y rojas que nunca sé como se llaman, pero que me gustan tanto.
Uno podrá pensar que un árbol en el patio de una casa, es algo totalmente normal. Y yo coincidiría, si no fuera por lo que descubrí después de pasar por ahí y observar atentamente durante mucho tiempo.
Ahí detrás, justo detrás del árbol de frutas rojas, con ese olor a verano que siempre tiene el jardín recién regado, descubrí una ventana.
Una ventana siempre abierta, incluso los peores días de crudo invierno.
Pasaba siempre, todos los días... y cada día que pasaba me intrigaba más saber a quien le pertenecía aquello que para mi era mágico y atractivo: una ventana escondida por un árbol con olor a verano.
Me generaba una mezcla de intriga y ansiedad por un lado, y de misterio por el otro, donde uno no sabe si lo que quiere es enterarse de todo, o imaginarse lo que a uno le viene en gana por un rato mas de tiempo.
De cualquier modo, un día ganó la curiosidad (como creo que siempre ocurre en estos casos) y decidí pararme a esperar (vaya uno a saber qué cosa) durante unas cuantas horas en la vereda de enfrente.
La ventana...
Lamentablemente, por mucho que duró mi espera, no pasó nada... nada de nada absolutamente.
La vereda seguía vacía... la ventana seguía abierta... el árbol seguía manteniendo en silencio el secreto que tan bien se empeñaba en esconder.
Bien, a partir de ese momento pasé por ahí todos los días.
Todos y cada uno de los días era la misma escena. Caminar rápido todas las cuadras que separaban mi casa de esa esquina. Llegar, y pasar caminando todo lo despacio que permitieran mis piernas (sin detenerse) para poder prolongar ese momento frente a la ventana lo mas posible.
Un día, te vi.
En un principio confieso que me asusté, y un poco me sentí invadida.
Parecerá extraño pero hasta ese momento, yo sentía que esa ventana cubierta por las hojas de ese árbol me pertenecían, eran solamente míos.
De cualquier manera esa sensación desapareció. Porque después te vi. Te vi bien... claro. Y entonces pensé que no me importaba compartir todas esas cosas (tus cosas) con vos.
Nunca te hablé, jamás te pregunté si te molestaba que una vez por día, a cualquier hora, pasara por tu ventana y me sentara en la vereda de enfrente durante horas a mirarte la vida.
Nunca mantuvimos más contacto que un guiño cómplice y una mirada sutil durante unos minutos. Nunca mas que eso... y sin embargo, todo.